Por Ariel Vargas
En la guerra del golfo, se encontraba un soldado que peleaban con las fuerzas norteamericanas de origen dominicano y mientras descansaban junto a sus compañeros un superior entró y preguntó quien era dominicano. El soldado levantó la mano curioso, de saber para qué lo requería. Su superior le explicó que entre los heridos del bando contrario había un dominicano.
En la guerra del golfo, se encontraba un soldado que peleaban con las fuerzas norteamericanas de origen dominicano y mientras descansaban junto a sus compañeros un superior entró y preguntó quien era dominicano. El soldado levantó la mano curioso, de saber para qué lo requería. Su superior le explicó que entre los heridos del bando contrario había un dominicano.
El soldado sorprendido fue hasta donde el joven herido y le preguntó en un español cibaeño si realmente era dominicano el joven igualmente sorprendido respondió afirmativamente. El soldado le pregunta qué hacía en el golfo peleando con el bando contrario. El dominicano herido respondió muy naturalmente : ¡A dió' buscandomela!
La anécdota real o no, jocosa y reflexiva al mismo tiempo, nos lleva a plantearnos. ¿Eso somos realmente? ¿Ser dominicano?
¿Es la bandera? ¿El himno? ¿Es el color de nuestra piel? ¿Es nuestro acento peculiar? Dicen que los dominicanos no tenemos acento y que nuestro color de piel es lo de menos, pues aquí tenemos personas blancos como la leche y oscuros como el oro negro. Tenemos dominicanos de origen indígena, chinos, coreanos que nacieron aquí, que bailan merengue y se sienten tan dominicanos como el campesino que le reza a la virgen en el campo o la marchanta que canta risueña por las mañanas.
La mejor manera de responder la pregunta es como nos sentimos estando lejos de nuestra tierra y nos encontrarnos con un compatriota, tal como el soldado en el golfo. Somos una mezcla interesante. Porque a pesar de ser tan diferentes en todo, nos parecemos. Nos reconocemos a donde sea que vayamos. Ser dominicano no es un deber. Es un privilegio.
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